A los viajeros
Traía mucho tiempo libre aquella vez, pero no tenía ganas de disfrutarlo. Había tanta gente, caminaban para allá y para acá –Puta estaba aturdida, la neta ¡me engenté! Estoy mejor ahora, me siento mejor, pero a veces me atrapa la nostalgia o no sé que chingadera y de repente ya estoy en algo oscuro de nuevo–.
Ese día entré a la librería para huir del desmadre. Las librerías siempre me han gustado, recuerdo que en mi casa cuando era niña, había libros por todas partes y mis padres siempre estaban leyendo. En aquella época me parecían aburridísimos, pero ahora me laten, me late ser una lectora compulsiva. Leer es una rutina que me gusta, hay rutinas que no son tan malas, más bien creo que hasta las necesito.
–¡Ah! por cierto, ese día me compré un libro de poesías con mis últimos ahorros, ¡guao! no sabes qué libro pá bueno. Eugenio Montejo escribe como los dioses–.
Subí a la cafetería a tomarme algo, yo sola con mi libro nuevecito, como la mayoría del tiempo: yo y mis libros. Es curioso parece que entre los libros y yo hay un mundo de cosas que decirnos, me complace que yo los escucho, quizás parezca de locos, pero así soy. No había quedado con nadie, estaba yo sola y mis reflexiones. Empecé a escribir a la par que leía, en la mesa junto a mí estaba una chica bien rara, leía también y de momento pensé –¡Somos igualitas!–.
El poema me gritó duro muy duro y volví mis ojos al libro: “Cuerpo lleno de barcos que se alejan no sabemos adónde. El temor al silencio que viene de las islas y al desamparo de los horizontes cuando ya no hay adiós sino naufragio”. ¡Vaya! respiré hondo, me faltaba como el aire, la miré y se voltio como si intuyera mi mirada. Clavó sus ojos en mí, espero un momento y luego me dijo –No hay problemas, así es esto–. Me quedé impresionada, qué querría decir. En fin, sólo me sonreí y ya; estaba yo otra vez con esa cara de quién entiende, la misma mía, sí esa, la que ya has visto.
Me puse a pensar en qué onda con el pasado, ¿sería qué naufragó, quedó por allí desvencijado, perdido, tirado por las orillas de mi vida? Lo que sí hubo fueron sobrevivientes, esa era yo: ¡una sobreviviente! Revisé el barco antes de alejarme, todavía había cosas oportunas. Me dispuse a descubrirlas, sí en su utilidad y, en un tono casi romántico, me enamoré del naufragio de mi vida después de las olas altas y de las encalladas.
Tenía el libro semiabierto con algunos de mis dedos en aquel poema, señalando la página. Un recordatorio del naufragio, esos eran mis dedos señalando el aquí pasó de forma marcada y a la vez difusa, se parecía a las imágenes de todo lo vivido. Sólo me llevé las cosas útiles, eso hice. Seguí con mis dedos dentro del libro, bajé y salí a la calle. Estaba en la parada del pesero, con mi libro aún marcado. Sentí que se acercó alguien y me tocó el hombro; ¡pinche susto! ya sabes que esta ciudad está peligrosa. Era ella, aquella chica, con su mirada de libro, viéndome de esa forma como ven los que han sobrevivido a un naufragio. Me reconocí en la intensidad de sus ojos. Sentí un impulso muy fuerte y solté la página del libro de forma instantánea: solté mi naufragio. La chica se alejó, pero me dejó el efecto oportuno de las mareas: lo cambiante y su misterio.
24/08/05
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