Seré

Al desconocido... que replanteó mi identidad
Café de la Selva, Condesa




Colgaba fuera de su cara, un colgajo de carne: su accesorio tal vez. Yo todo colgaba, era la mitad de su cara, me balanceaba por fuera de él, sin tapujos, sin vergüenza. No le molestaba, ni le producía dolor, simplemente me balanceaba. Cuando estaba sentado en un café, una vez allí, él pretendía que era igual a los otros, que yo no existía; en realidad no pretendía para esos tiempos, creía que era normal puesto que así había nacido: conmigo colgando fuera de su cara. Yo me sentía tan singular y él conmigo tan singular.
Quién soy y qué efecto tenía para él mi presencia, saberlo exactamente, me tenía sin cuidado, fue así hasta que ella apareció.
Él ya era un adolescente cuando eso y fue un golpe duro ver que yo asustaba lo que él deseaba, cuando los otros lo hacían, me daba igual, pero que ella se asustara... le había entrado en la mirada como una ráfaga de viento alegre y yo, tan colgante, tan hiriente.
Ella se tomaba su café con leche descremada. El ritual: pegaba la boca a la taza, soplaba, daba un sorbo, y luego ponía: ¡esa cara de gusto...cuanto le encantaba a él! Solía sentarse pegada a la pared con su libro, de cuando en cuando, cambiaba de posición como en una danza, para allá y para acá, siempre una nueva posición salía de improviso, y en cada una de ellas, simplemente: la bella de él con su libro.
Cada semana el miércoles a las seis, cuando apenas entraba la noche, me llevaba consigo caminando sobre nubes al café de ella, su café. Caminaba sin preocuparse por los cruces de las calles, volando, como pensaba en ella -que la vería pronto- se le volvía insignificante el detalle de los arrollamientos, pero a mí no: yo quería existir.
Meses en lo mismo, yo y él, ella y sus libros. Pero aquel día por fin lo vio de reojo mientras manipulaba su libro para leer la contraportada, la pillé que lo vio. Como no noté ningún gesto especial en ella -ese que hacen los que me notan en su cara- supe que había visto a través de él, como suele pasarle a los que leen, ven algo y de inmediato vuelven a la lectura.
Se cambió de mesa en un intento desesperado por hacer que ella lo notara, se le acercó, justo al lado de su mesa, sentadito y libro en mano, pidió su tercer té. No tomaba café, nunca lo ha hecho, quizás eso le disgustará a ella: tan tomadora de café; bueno si se lo hubiera pedido... tantos han intentado lo mismo pero por ella...
Tosió dos veces, no estaba enfermo, pero tosió duro, lo más duro. Nada. Colocó su libro justo en la orilla de la mesa, allí inestable, y luego con el codo disimuladamente paaaan le dio un golpe y lo aventó al piso. Ella nada. Se agachó a recogerlo y fue cuando...uy...le vio las piernas, las notó por primera vez, eran: blancas, lisitas y hermosas. Se incorporó en la silla y ya no podía sacarse sus piernas de las pupilas; yo mientras, sólo colgaba y me sentía -más que antes- siendo tan siendo.
Mientras él pensaba que haría para hablarle, ella pidió su cuenta, pagó y se fue. No, no, no... Menos mal que la siguió por entre las calles intrincadas, llenas de parques; de lejos y por detrás la veía caminando con ese movimiento de cadera, la verdad, en movimiento se veía aún mejor y él lo notó. Yo tenía miedo de lo que pasaría. Ahora no sólo era la danza en la silla a la que lo tenía acostumbrado, sino que se movía en pleno con toda ella moviéndose gozosa, lo disfrutaba mientras lo hacía.
A unas cinco cuadras del café se detuvo y tomó asiento en un banquito típico de los parques, esos de hierro forjado. Cruzó su pierna derecha maravillosamente blanca sobre la izquierda aún más maravillosa. Él se paró detrás de un árbol cercano y comenzó a verla. Pasó uno en una bicicleta casi encima de sus pies, por su cara el tipo se sorprendió más de verme a mí colgando que él de su bicicleta que casi lo atropella. No importó, porque él igual le habló a ella, sucedió.
Estrategias de cortejo, no sabía ninguna, pero igual... “hola” y yo: colgante. Ella le respondió “qué tal” y yo: más colgante y presente que nunca. Conversaron un ratito y ella me había notado desde su primer hola, ¿cómo no hacerlo? Me sentí de más, ¡haciéndoles daño!
Ella se sintió incómoda, así se sienten los que tratan de esquivarme y su mirada se les regresa a mi, sin poderlo evitar. Le dijo “oye estoy apurada”; cuando minutos antes estaba descansando al estilo tiempo me sobra. “Chao, mucho gusto”: ella; “está bien, adiós”: él. Nos quedamos allí, él sentado y yo colgante, contemplamos su espalda como cuando la seguimos al parque: nuevamente su espalda.
Todas las otras caras son iguales, normales, y yo colgante: en definitiva él no tiene una cara normal. A ver si algún día me mutila, me saca de su vida; quizás en unos años, cuando ya haya visto mil espaldas de bellas con libros, notará con un odio real que le sobro. Ese día, seré menos colgante y más yo: en el plato de aluminio de una sala de cirugías y sin colgar de nadie.

1° de dic el 2006, 10:38 a.m.

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